Izu era un asceta que, renunciando a las riquezas del
mundo y decidido a encontrarse a sí mismo, se instaló con un cuenco de
madera, una cuchara y una vieja túnica en las montañas de la cordillera
del Himalaya. Allí, en una árida explanada, cerraba los ojos escuchando
los cantos de los pájaros, el sonido de los vientos y el rugir de las
aguas de una cascada cercana. Así pasó meses, incluso años. En silencio
escuchaba y meditaba las palabras invisibles de los elementos.
Cierto día, Izu, habiendo alcanzado un alto grado de
concentración y llegando a la integración con todos los sonidos que le
rodeaban, sintió que su corazón crecía en lo más profundo de su plexo
solar. Sentía una presión que le era agradable pero dolorosa al mismo
tiempo, tanto que, no pudiendo resistirlo, abrió la boca para gritar,
mas su garganta no emitió sonido alguno.
La presión seguía creciendo y cuando el dolor era casi
insoportable vio frente a sí un gran dragón amarillo que emergía de la
tierra. Izu, paralizado por el miedo no se movió. El dragón lanzó fuego
sobre el cuenco de madera que Izu empleaba para beber y comer,
llenándolo de un fluido dorado y convirtiéndolo en un recipiente de
pulido metal.
Finalmente el dragón le dijo a Izu: "Tú eres la persona que
mejor ha sabido guardar en su interior los sonidos de la vida y la
muerte, del odio y el amor, de la oscuridad y la luz. Por ello, en
nombre de los dioses del conocimiento, te hago entrega de este objeto
capaz de transmitir las sensaciones más increíbles, capaz de estremecer
tu alma y también tu corazón".
Según cuenta la leyenda, así nacieron los cuencos tibetanos y,
desde hace milenios han sido utilizados, como práctica habitual, en
todos los Monasterios y Lamaserías del Tíbet, Nepal y La India. (extraído del libro El sonido mágico de los cuencos y campanas tibetanos: guía práctica (2000), de Pedro Palao Pons, editado por Ediciones Karma.7)
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